No existirá mejor lugar que la familia para nacer, vivir y morir.
En varios países, los jóvenes, al finalizar la carrera universitaria, acuden a academias de etiqueta y protocolo. Allí aprenden las normas de cortesía. No se sienten seguros de iniciar con éxito su vida laboral sin ese rápido pasaje por ese tipo de enseñanzas.
Asistí a un casamiento donde las palabras del sacerdote, breves y realistas, dieron en el blanco. Tanto, que fueron tema de muchos de los comentarios en la fiesta posterior.
Entre otros consejos, el cura sugirió a los novios estar pendientes de que, con el paso de los años, no se diluya la amable cortesía que en el tiempo de noviazgo ha aceitado su relación. ¿Por qué dejar de pedir las cosas por favor y de dar las gracias cuando la cotidianeidad se instala y muchas situaciones diarias dejan de sorprender? Advirtió a los noveles esposos que sus hijos, por el instinto de imitación tan acendrado en los niños, aprenderán de ellos esos detalles.
Me vino a la memoria un cuento de Pedro Pablo Sacristán, el Árbol Mágico. Un niño pasea por el campo y encuentra un árbol con un cartel que reza: soy un árbol encantado, si dices las palabras mágicas, lo verás.
El niño trata de acertar el hechizo con abracadabra, supercalifragilisticoespialidoso, tan-ta-ta-chán, y muchas otras, pero nada. Rendido suplica: "¡por favor, arbolito!". Entonces se abre en el árbol una gran puerta. Todo está oscuro, menos un cartel que dice: "continúa la magia". Entonces el niño dice "¡Gracias, arbolito!" y se enciende una luz que alumbra un camino hacia una gran montaña de juguetes y chocolate.
Los padres, si bien de chicos aprendimos a pedir por favor y dar las gracias, estamos a veces muy ocupados y tan acelerados por las cosas a realizar en sólo veinticuatro horas, que dejamos de ser cordiales para cuando nos alcance el tiempo. Y los hijos no escuchan estas palabras mágicas de nuestros labios. Por consiguiente, no las aprenden. Y todos nos perdemos la recompensa que el niño del cuento logró.
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